Fer

Fer era muy introvertido. Le gustaba poco salir y mucho jugar a videojuegos y fantasear con Japón. Por eso se construyó una guarida, como la de los superhéroes, en el sótano del chalet donde vivía con sus padres. Y ahí se pasaba las horas y los días jugando y soñando con un mundo exterior que le era ajeno.

Era tímido, y aunque no le guste reconocerlo, un poco friki. Prefería los ordenadores a la fiesta. Una noche en vela con su PC a una de cervezas con amigos. Estudió informática, y al acabar la universidad empezó a trabajar programando en remoto. Pero tantas horas solo le fueron haciendo mella. Un día, después de darle muchas vueltas, se atrevió a salir de la crisálida que le envolvía, dar un paso al frente, y volar. Dejó el trabajo y se apuntó a un master que le iba a sacar por completo de su zona de confort. Que le suponía irse del pueblo valenciano donde había vivido siempre a dar la vuelta al mundo. Cuatro meses a Madrid, cuatro a China y cuatro más a Estados Unidos. Un año entero sin pasar por su casa, su sótano, su celda autoimpuesta.

Le conocí en Madrid, uno de los primeros días de ese master que yo también empezaba. Estaba solo, en el segundo piso, junto a la máquina de vending, al lado del ascensor. Me dio la mano suavecito, y me sonrió con los ojos. Me dijo su nombre, con la voz bajita, como no queriendo molestar ni destacar. Se notaba que no estaba en su salsa, pero quería hacer un esfuerzo por integrarse en ese grupo de veinte personas de distintas nacionalidades que íbamos a compartir un año juntos.

Enseguida congeniamos. Los dos queríamos ponernos en forma para lucir abdominales en las playas de California. Así que decidimos apuntarnos juntos a un gimnasio cercano a la universidad. Tampoco es que habláramos mucho: llegábamos, entrenábamos, y al terminar cada uno a se iba a su casa. Socializar no era lo suyo. Ni lo mío. Hasta que un sábado le dije que si no tenía otros planes se viniera a comer conmigo. No los tenía, y nos fuimos al Burger King. Y empezamos a hablar de las vidas tradicionales, de los trabajos de nueve a seis, de la monotonía, de las imposiciones de la sociedad, de montar empresas y de salir del cascarón. De lo que cuesta atreverse a dejar la zona de confort.

Nos fuimos haciendo cada vez más amigos, y cuando llegamos a China escogimos cuartos cercanos en la residencia. Aunque poco a poco se iba abriendo, me frustraba que siempre dijera “no” a los planes nuevos. No estaba acostumbrado a estar rodeado de tanta gente y se seguía sintiendo más cómodo leyendo manga y con sus videojuegos que saliendo por la noche o viajando por los alrededores de Shanghái. Seguía encerrado en sí mismo. Pero cuando se dejaba salir, estaba muy feliz. Por eso para mí se convirtió en una cruzada que su timidez no le impidiera vivir nuevas experiencias. Solo necesitaba un empujoncito.

En USA compartimos casa y acabamos siendo mejores amigos. Nos enamoramos de la misma chica, y se tomó conmigo la primera cerveza de su vida, quizá para ahogar las penas por el poco caso que nos hacía. Cuanto más se abría, cuanto más se mostraba, más a gusto se encontraba. Y es que tenía sueños fuera de su ordenador, pero le costaba atreverse a ir a por ellos.

El master acabó, y llegó la hora de volver a España. De retomar nuestras vidas normales, de separarnos de nuestros compañeros, y uno del otro. Compramos el billete juntos a Madrid, y en el avión me dijo que le daba mucho miedo volver. Volver a su pueblo, volver a su casa, volver a su rutina. Que dejáramos de ser amigos, que el mejor año de su vida hubiera sido un sueño. Así que yo le prometí que eso no iba a pasar y que en menos de un mes iría a verle a Valencia.

Y fui. Me enseñó su casa, me presentó a su perro y sus amigos. Hablamos mucho. Los dos estábamos sin trabajo, viendo como nos reinventábamos después del master. De tanto hablar surgió la idea de montar un negocio juntos. Sin saber casi por qué acabé mudándome a Valencia y montando con él una tienda de ropa con cinco dependientes, como una inversión. Pero las cosas no fueron bien. Perdíamos tanto dinero que nos tocó despedirlos y ponernos él y yo, codo a codo, a reflotarla. Eso sí que le costó, dejar su pasión de programador, el confort de su teclado y su ratón, y ponerse cara a la gente, de dependiente en su propia tienda. En un trabajo que nunca había imaginado hacer. Pasamos dos años duros, trabajando juntos once horas al día, hasta que la sacamos adelante.

Cuando salimos a flote nos separamos. Él consiguió un trabajo de programador en una consultora, que le daba tranquilidad, pero le removía por dentro. Yo monté una startup sin tener idea de tecnología, que me daba alegría, pero ni un solo ingreso. El problema es que no conseguía hacerla avanzar, porque me faltaba un programador brillante. Durante un año estuve peleando, pero no tuve éxito. Así que pedí a Fer que me ayudara. Sin mucho pensarlo dejó su trabajo en el que le pagaban para venirse a montar mi locura de startup sin cobrar ni un euro. Confiando en mí a ciegas. Volvimos otra vez a ponernos los guantes de trabajo. Fer en lo técnico, yo en la gestión. Cada uno en su rol. El más hacia dentro, yo más hacia fuera.

Desde entonces han pasado cinco años y no hemos dejado de trabajar juntos. La startup que monté se ha reconvertido, ha crecido, y ya somos setenta personas. Y Fer es nuestro CTO. Dirige un gran equipo de gente como él. Poco a poco, sintiéndose cada vez más seguro, ha dejado la introversión, y se ha vuelto un líder. A su estilo, haciendo poco ruido, sin ser el que sale en la foto. Pero los programadores le admiran y piensan que es la piedra angular de nuestra empresa. Sobre todo, le gustan los que se parecen a él, los que hacen poco ruido. Los que no han sido los más populares del instituto, los que han echado horas en soledad. Y se pasa horas con ellos, enseñándoles y dándoles consejos. Haciendo que también salgan del cascarón y brillen. Estoy muy orgulloso de lo que Fer ha crecido profesionalmente desde que le conozco, hace ya doce años. Pero, sobre todo, estoy feliz de tenerle cerca.

Fer es mi mejor amigo, mi socio, mi confidente, mi ancla, mi piedra angular, mi hermano. Me sigue sin preguntar a dónde. Confía en mí, sin juzgarme cuando la lío. Sin él, nada de lo que me ha pasado en los últimos años hubiera sido posible. Y hoy que es su cumpleaños, me apetecía agradecérselo.

2 opiniones en “Fer”

  1. Sois personas maravillosas. Desde que os conocí a los dos, y vi lo honestos que sois, tanto laboral como personalmente me dejasteis fascinada. Sé que puedo contar con vosotros y vosotros conmigo.
    Amistades como la vuestra no son comunes. Enhorabuena!

    1. Felicidades Fer! La verdad que no os conozco, pero me gusta tu historia y me siento un poco identificado con Fer. Algún día, espero que el escriba su historia, a ver desde su punto de vista como ve esa historia de amistad :). Enhorabuena por teneros.

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