Aunque me gustaba mi trabajo en marketing en la empresa fabricante de galletas, me sentía limitado por la seriedad del puesto. Mis pantalones chinos y mi camisa metida por dentro no me dejaban ser yo. Necesitaba un contrapunto.
Mi amigo Antonio dirigía una revista para adolescentes. La redacción estaba en Gran Vía, cerca de mi oficina. Algunas tardes, al acabar de trabajar, iba a verle. Me encantaba fisgar entre los cientos de CDs de música, los posters y las miles de cartas que llegaban. Los lectores enviaban dibujos, peticiones para que entrevistaran a sus grupos favoritos, y, sobre todo, consultas sentimentales.
Las cartas estaban en un montón en el suelo esperando ser contestadas por la «Doctora Amor», supuesta experta capaz de resolver sus problemas. Y yo, con ternura y cierto pudor, me sentaba en el suelo de madera a leerlas mientras Antonio acababa de trabajar. Curiosamente, a los redactores no les gustaba ser los encargados de esa sección. Preferían ir a un concierto o a la première de una película. Así que escribirla me pareció algo perfecto para mis tardes. Pero Antonio no me dejaba: decía que no era serio que lo escribiera un chico, y mucho menos que no fuera periodista. Con la rabia que me da a mí que me digan que no puedo hacer algo…
Una noche llegué a casa a las dos de la mañana después de tomar cervezas. Y con el contento subido, pensé diferente. Me acordé de las dudas que yo tenía cuando era joven, las escribí, y me las contesté como el adulto que era entonces. Se las mandé a Antonio por mail y me fui a dormir. Al día siguiente me contestó: «Richard, estás enfermo, pero estás contratado». De esta manera tan loca empecé a colaborar en la revista y a tener esa doble vida, como Spiderman. Por el día, un señor con zapatos haciendo los planes de marketing de una multinacional, y por la noche, la «Dra. Amor», consultor sentimental para adolescentes.
Escribir la sección me llevaba poco tiempo. Solo tenía que seleccionar seis cartas por mes y responder a sus preguntas. Al escogerlas, intentaba que trataran de temas diferentes: una relacionada con amistad, otra con amor, otra con sexo, otra con complejos… Al principio fue fácil, pero poco a poco se iba complicando, ya que había respondido a las preguntas más típicas y necesitaba temas nuevos. Siento contar este tipo de secretos, pero me tocaba inventarme las preguntas. Me hice un Excel, como buen marketiniano que era, y organicé los temas que había sacado y los que quería sacar en los siguientes números. Por ejemplo, a la hora de hablar de amor, quería hacerlo desde el punto de vista de un chico y una chica, de dos chicos, de dos chicas, de un trio… Así cualquier adolescente podría sentirse identificado.
Durante dos años escribí unas 140 historias distintas. Sentía que los ayudaba a que pasaran una adolescencia mejor, con menos complejos y sin sentirse bichos raros.